El sol brilla en la costa jónica de Catanzaro. El domingo 23 de febrero, en Sant’Andrea apostolo dello Jonio, Bruno Palaia, joven misionero Oblato de María Inmaculada (OMI), hizo su profesión perpetua. Con treinta y tres años, nacido y criado en Sant’Andrea, graduado en 2010 en el Liceo Científico Guarasci de Soverato y licenciado en Derecho en Catanzaro en 2016, Bruno hizo su profesión perpetua en una familia religiosa misionera que tanto debe a la archidiócesis de Catanzaro-Squillace. Una larga historia la de los OMI en la diócesis invitados en 1984 por Monseñor Antonio Cantisani, quien dijo: «Yo, verdaderamente, quería tener los misioneros OMI en Catanzaro. En Catanzaro había encontrado a las grandes órdenes religiosas, Capuchinos, Menores, Franciscanos, Salesianos, Mínimos… Había encontrado institutos religiosos que ,sobre todo, tenían parroquias. En cambio, yo quería un instituto más esbelto, tal vez incluso más moderno, en cualquier caso más actual y dedicado a la evangelización. Aquí estaba el escollo. Por tanto, misiones populares ciertamente, pero misiones actualizadas, que tuvieran a la persona de Jesucristo en el centro, nuevas misiones también en el lenguaje; creo que esto también forma parte del carisma oblato».
Decenas de misiones populares predicadas en la diócesis, el trabajo en Cáritas y en la pastoral juvenil, el servicio pastoral en diversas ocasiones en el santuario de Nuestra Señora de Porto, son sólo algunos de los ámbitos de compromiso de los misioneros oblatos a lo largo de los años en Catanzaro. Bruno es el segundo misionero oblato de María Inmaculada de la diócesis.
¿Cuándo y cómo conociste a los Misioneros Oblatos de María Inmaculada?
Recuerdo el día y la hora de aquel encuentro: eran las cinco de la tarde del domingo 13 de marzo de 2011. Habiendo dejado de asistir a la parroquia durante algún tiempo, coincidiendo con el inicio de mis estudios universitarios, no era consciente de que en mi parroquia había comenzado en aquellos días una misión popular animada precisamente por los oblatos.
Aquel día me dirigía a un club donde solía jugar a las cartas con los amigos, y a mitad de camino se puso a llover. Al verme bajo la lluvia, un hermano oblato, que iba en dirección contraria a la mía, se acercó a mí y se ofreció a acompañarme bajo su paraguas, a donde yo fuera. Entonces me enteré de que en aquellos días también había reuniones de jóvenes y, movido por aquel gesto de amor, me asomé para escuchar lo que se decía.
Me encontré con aquel misionero al cabo de un año y ni siquiera se acordaba de mí; sin embargo, gracias a aquel pequeño gesto, empecé a frecuentar de nuevo la parroquia, iniciando el servicio de catequista y asistiendo a las reuniones del grupo de jóvenes formado después de la misión y seguido por los propios oblatos.
¿Cómo ha madurado tu vocación misionera con el tiempo?
Mi vocación misionera maduró antes de emprender un camino vocacional concreto. La experiencia vivida durante las jornadas de la misión popular y posteriormente de la comunidad, en las que descubrí la preciosidad de compartir mi fe con los demás, me llevó a acompañar a los oblatos en varias misiones juveniles. Durante esos años, me cuestioné el sentido de mi vida, pero durante algún tiempo me sentí incapaz de cualquier vocación. El (re)descubrimiento de un Dios que me ama por lo que soy me hizo iniciar un camino de discernimiento abierto a todas las vocaciones. Después de un par de años en los que no tenía nada claro cuál podía ser mi camino, la clave para mí fue vivir desde la fe las palabras de Jesús «Al que me ame… yo me manifestaré» (Jn 14,21). Tratando de vivir poniéndome al servicio de la comunidad, comencé a desear interiormente consagrar mi vida de una manera especial a Dios. Así, el 8 de septiembre de 2018, hice mi primera profesión como Misionero Oblato de María Inmaculada.
Durante tu periodo de formación pasaste un tiempo en América Latina. ¿Qué te llevas de esa experiencia misionera?
De octubre de 2022 a junio de 2023, viví principalmente en Uruguay. Estoy agradecido porque experimenté la fidelidad de Dios de una manera poderosa, por enésima vez. Precisamente al experimentar los desafíos de la misión (dificultades lingüísticas, precariedad material, dificultad para llegar a los demás en un contexto ultrasecularizado, etc.) reforcé mi deseo de oblación perpetua. Pero luego, como era mi primera experiencia prolongada fuera de Italia, volví con un corazón «más amplio» y abierto a todo tipo de misiones (juveniles, populares, ad gentes). Hubo dos experiencias que me marcaron más. La primera fue en una misión popular en Argentina, en un lugar remoto en el campo, con unos cuarenta habitantes, pasando una semana sin agua corriente, Internet o una cama cómoda, en un lugar sin servicios médicos cercanos ni tiendas, con racionamiento de comida y temperaturas muy altas. Sólo por compartir durante un breve espacio de tiempo las incomodidades que estas personas experimentan a diario, fuimos, según ellos, un signo de un Dios cercano, para personas que se sentían abandonadas por las estructuras estatales y eclesiásticas. La otra experiencia significativa es la que viví como profesor, durante los últimos meses de mi estancia, en un internado católico. Estar entre tantos jóvenes muy frágiles, sin sueños ni puntos de referencia, me conmovió profundamente y me empujó a ser simplemente un signo de esperanza para ellos. En resumen, llevo en mí tanta gratitud por el trabajo interior que el Señor me hizo hacer y por las muchas relaciones que nacieron en esos pocos meses.
En los últimos años has estudiado teología moral en la Universidad Alfonsiana de Roma. ¿Qué tipo de contribución aportan estos estudios a tu formación como misionero?
Lo que más aprecio de los estudios que estoy realizando es su claro sesgo pastoral. La reflexión sobre temas de actualidad tiene por objeto comprender cómo adoptar una actitud evangélica ante las cuestiones morales, que revelan la fragilidad humana. No es casualidad que la universidad esté dirigida por religiosos misioneros, los Redentoristas, que desean aplicar en nuestro tiempo los principios de moralidad promovidos por su fundador, san Alfonso María de Liguori. Para mí, inspirarme en esta tradición adquiere también un valor carismático, ya que nuestro fundador, San Eugenio de Mazenod, fue un gran promotor de la moral alfonsiana, que tiene su punto de partida en el reconocimiento de que somos redimidos y, por utilizar un neologismo muy querido por el Papa Francisco, «misericordiados» por Dios.
Una elección dentro de otra elección. Tú eres misionero para siempre como religioso, es decir, no te haces sacerdote. ¿Qué les dirías a los que no comprenden este estado de vida?
De hecho, me he dado cuenta de que hay muchas personas, tanto lejanas como cercanas a la comunidad eclesial, que no comprenden del todo la diferencia entre el sacerdocio y ser Hermano, pero esto se convierte en una oportunidad para hacerles comprender el don de la Vida Religiosa en la Iglesia. A menudo la gente ni siquiera distingue la diferencia entre sacerdotes diocesanos y sacerdotes religiosos, y la presencia de «Hermanos» recuerda a todos, incluso a los propios hermanos sacerdotes, la llamada particular a vivir plenamente un carisma particular, que es siempre un don para toda la Iglesia. Muchos, con razón, perciben el problema de la escasez de sacerdotes, yo, junto con otros, me he sentido interpelado, hoy, por la falta de Hermanos consagrados, teniendo en cuenta, por ejemplo, que en Italia en los últimos treinta años como Oblatos no hemos tenido este tipo de vocación. Precisamente la importancia de la complementariedad en la misión, la centralidad de la consagración para nosotros Oblatos, y la fraternidad, vivida dentro de la propia familia y extendida más allá de las fronteras eclesiales, son los conceptos que más me ayudan a comunicar a otros el significado de la vocación religiosa.
Un periódico local tituló «La gente que hace bella la Calabria» un artículo sobre algunos calabreses que recibieron el Premio Cassiodoro 2025 el pasado mes de enero. Creemos que Bruno también puede contarse bajo este título. ¡Felicidades!